En una selva lejana vivía un panda pequeño.
Un día sus padres sufrieron una enfermedad muy rara y, antes de morir, le pidieron a la reina de los tigres que acogiera a su hijo en su reino.
En efecto, el panda cachorro no era tan ágil en los movimientos y rápido como el resto de los habitantes de su reino. Se pasaba el día sentado, comiendo hojas de bambú; era torpe y lento.
“¿Qué ventaja nos podrías traer a mí y a mi reino?” suspiraba la reina a menudo, mirándole pensativa.
Un día la reina convocó a su pueblo y le dijo: “Tenemos que dejar este lugar, aquí no hay nada para comer. Buscaremos otro sitio más adecuado para nosotros”. Era una tarde húmeda de verano, con numerosas nubes oscuras y negras en el horizonte que presagiaban una tormenta.
El pequeño panda no entendía el motivo de esa marcha repentina. “¿Cómo?”, se preguntaba. “Tengo que dejar mi país, mi casa, el lugar donde he crecido?”
Sin embargo, al ver que los demás estaban listos para la marcha, se puso en la cola tristemente.
Entonces la reina se detuvo, apuntó al pequeño panda con su larga zarpa y rugió: “¡Tú, no! No te queremos con nosotros; tú eres diferente; eres torpe y lento. Tú sólo armas líos. Eres una carga para nosotros. ¡Vete!”
El pequeño panda, sin entender nada, empezó a seguir al grupo de sus amigos, o mejor dicho, a los que él siempre había considerado sus amigos, pero no lograba seguirlos. Eran mucho más rápidos y ágiles que él.